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un estudio sobre adán coprovich

límites

La poesía se caracteriza por llevar el lenguaje a sus fronteras. La poesía es un pasaporte. Para Coprovich la poesía no es una hierofanía, un rapto místico o un simple exhibicionismo emocional, que suponga una idolatría del ego de su autor. La poesía debe salir hacia su lector, es el hilo hermético que confiesa a quien recibe. Ése es su destino paradojal, el único modo de no ser letra muerta, grito ahogado. La poesía es un fanal que lleva al lector hacia algo que se quiere compartir (una verdad, una belleza, una sabiduría), y se le lleva allí por amor. Igual que el filósofo, escribe para compartir su búsqueda, su disquisición, y no se la guarda para sí. El filósofo, como el poeta, escribe desde la sinceridad, entablando con el lector un diálogo de tú a tú, exponiéndose a ser acogido o a ser rechazado. Esa exposición es síntoma de su amor.
Incluso etimológicamente el término filosofía, que alude al amor por la sabiduría, podría ser aplicable a la poesía. Sólo se puede crear desde la pasión. Coprovich ha vindicado la fuerza filosófica del verdadero poeta (1), que comparte con el filósofo un mismo impulso erótico, como seguidores de eros, hacia la Verdad. Pensemos en Platón o en Nietzsche, que pusieron la pasión en el principio de su selva filosófica como linterna con la que comenzar a pensar, e hicieron continuado uso de la metáfora o la parábola. Así, Eros es el gran hermeneuta (de Hermes) que guía a quien filosofa. El hombre es de por sí un anhelo tensado a lo ignoto, al misterio. Eros, no obstante, es una fuerza incongruente que tiene que ser dirigida a la procreación y gestación en la Belleza porque si no, se pierde, oscilando sobre sí misma, sin encontrar la resolución a su laberíntico vagar. Sin embargo, en esa aventura es ineludible la confrontación de la pasión con el límite de la muerte. La existencia que ha chocado con el límite de toda existencia es una pasión que busca la verdad para salvarse a sí misma, salvando así la realidad entera, después de haber conocido el sufrimiento y la muerte, no necesariamente de forma física, pero sí de forma íntima.
Al modo romántico diremos que hay un oscilar y debatirse entre las luces y las sombras, porque el hombre (cuya alma quiere ser todas las cosas, diría Goethe) está suspendido entre una atracción irresistible por las sombras, por el lado sumergido de la existencia, pero necesita salir a respirar hacia la luz. Se evidencia así el vértigo de un estar-en-el-mundo que precisamente, mediante experiencias convulsivas, sitúan al paciente en el límite del mundo; le elevan con su descubrimiento del límite ontológico a lo trascendental o, dicho de otro modo, al ámbito de la inteligencia. Inteligencia y virtud van de la mano (2). El sujeto pasional, tras su experiencia limítrofe, empieza a conocer y explorar su propia condición, ajustándose al límite que le constituye. Dicha operación supone, por emplear una imagen kierkegaardiana, el ingreso del sujeto pasional en el ámbito ético. Es en dicho ámbito donde el sujeto empieza a explorar el límite de su inteligencia, de su logos, de su pensar-decir con sentido. Esa exploración finalizará con el descubrimiento de un límite de lo que se puede decir con sentido, un límite del lenguaje, que confronta al hombre con el misterio, con lo que tiene que ser pensado pero no se puede conocer, como ya la experiencia pasional le confrontara anteriormente con el arcano: lo matricial (3). Aquí radica, exactamente, la “utilidad” de la poesía: en orillar el límite, en hablar obscenamente, esto es, sobre lo que no se puede decir, apuntando a lo que está más allá del límite, más allá de la capacidad del lenguaje o, dicho de otro modo, sobre lo que no es y sin embargo eternamente existe (4). Como dijo Zambrano:
Y es que la poesía ha sido, en todo tiempo, vivir según la carne. Ha sido el pecado de la carne hecho palabra, eternizado en la expresión, objetivado... La irracionalidad de la poesía se concreta así en su forma más grave: la rebeldía de la palabra, la dislocación del logos funcionando para descubrir lo que debe ser callado, porque no es. En suma, una falsa verdad.
La poesía, por lo tanto, señaliza el cerco hermético hasta donde pueden llegar la razón y el lenguaje. Pero su cometido es, además, ampliar sus propias limitaciones. Coprovich entiende así el amor en todas sus acepciones. También el amor conyugal tiene la característica de unir dos univocidades en una totalidad superior, única. En ese estadio superior e ideal es donde los amantes se encuentran y se funden, pero sin perder su diferenciación, porque el amor se da sólo ante la aceptación del otro en su diferencia, su asunción no posesiva ni dominable, sino admirativa y admirable. El amor así entendido hace que la inteligencia se vuelva hacia la totalidad, y una singularidad se convierte, de un modo mágico, en el Todo. La realidad se vuelve a un único foco de luz y sentido, todo refiere a una única existencia. Es ese panteísmo sentimental que descubrieron los románticos, que tiene un carácter amoroso: un objeto se vuelve un mundo, un individuo asume los rasgos de la totalidad. Nace así lo que Hölderlin llamó la “Unitotalidad” (5) (All-einheit). La poesía comienza con la asunción de los límites de una realidad, de una subjetividad, y es por medio de un acto de amor con el lector como ambos pueden encontrarse más allá de sus límites. Sólo el amor crea algo nuevo: el nuevo límite, la poiesis. Pero entonces, insisto, necesita la participación del lector, su voluntad, su activación. Para ello la palabra no puede estar cerrada, sino abierta a su receptor. Como dijo J. A. Valente sobre Zambrano: Antepalabra o palabra absoluta, todavía sin significación, o donde la significación es pura inmanencia, matriz de todas las significaciones posibles: palabra naciente.
Es el hilo de Ariadna que permite salir del laberinto de la egoicidad, hasta rebasar los límites de todo lo real; la posibilidad de llegar a toda existencia, más allá de todo lo que es. Por eso la poesía, como dijimos, es el no-lugar de la libertad, el terreno esotérico de la inteligencia. Y aquí aparece el marco ético: apresurémonos a popularizar la filosofía, como dijo Diderot, por mucho que les duela a tantos vigilantes. Porque si consideramos la historia individual, la historia del hombre, encontramos en su pecho una chispa de la divinidad, una vibración por lo bueno, un ansia de conocimiento, una nostalgia por la verdad; sólo la chispa de lo eterno sacia la llama del deseo  (6).

   (1) Sobre el poeta-filósofo hablaremos más adelante.
  (2) Aunque aquí se esté hablando de una Inteligencia sin carga moral, no puedo dejar de apostillar que Coprovich siempre ha defendido la virtud como hábito del sabio, que sólo se puede llegar a la Bondad a través de una decisión de la Inteligencia, y que ésta de ser tal estará destinada a dicha decisión, quizás porque como dijo S. de Beauvoir, quererse moral y quererse libre es una sola e idéntica decisión. Sin embargo, no será cierto su contrario, sino que todo lo que no es el binomio Inteligencia-Bondad, formará parte de lo que Coprovich llamó “el líquido amniótico de la no-moral donde flota ahogada una mayoría”.
  (3) Ver el interesantísimo libro sobre E. Trías de F. Pérez-Borbujo, La otra orilla de belleza, donde también explica (pág. 73): El vértigo, como pasión propia de la realidad limítrofe ante la inteligencia humana, nos confronta con un problema de grave calado en la filosofía del límite: las relaciones entre inteligencia y realidad. Esta cuestión es de la máxima importancia ya que, en realidad, el límite se nos aparecerá como un doble límite: “límite abisal”, o aquel que marca la infinita distancia de todo lo existente respecto a su fundamento; y “límite vertiginoso”, como aquel límite que une-y-separa a la inteligencia de la realidad, mostrando al ser inteligente su “extrañamiento” mismo respecto a la existencia. La inteligencia implica, paradójicamente, la posibilidad de ajuste y desajuste respecto a la realidad, lo cual implica que, tras el salto existencial que marca la salida del fundamento a la existencia se encuentra, inexorablemente, el salto inteligente que supone una salida de la existencia a la inteligencia.
  (4) Op. cit. La luna en el bolsillo.
  (5) Friedrich Hölderlin, La muerte de Empédocles, Hiperión, Madrid, 1990.
  (6) Palabras de Karl Marx en uno de sus escritos de juventud.

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